El éxito se ha convertido en un factor de vacío y frustración cuando debería ser todo lo contrario. Nos lo han pintado como sinónimo de dinero, posesiones, imagen, fama, poder y estilos de vida predefinidos. Nos han vendido una visión externa de lo que significa, por lo cual lo buscamos afuera. Allí no está. He allí lo frustrante.
El éxito es subjetivo, por eso es único. Cada quien puede definir su propia versión, ser quien quiera ser y hacer lo que le motive y le llene. Pero empezamos por donde no es. Primero queremos tener aquello que da éxito: plata, carros, casas, cuerpazo, poder, fama…, con la idea de que con eso vamos a poder hacer aquello que hacen los exitosos: comprar lujos, hacer fiestones, ir a clubes, viajar en primera clase, codearse con la farándula… Y, de esa forma, por fin, ser alguien. Con esta receta pasa lo mismo que cuando nos ponemos los zapatos antes de las medias. No funciona, sentimos que algo no cuadra, pero podemos seguir caminando, con las medias acabadas y llagas en los pies. Las últimas duran menos y sanan más fácil que las heridas que produce, en el alma, la mencionada receta.
Por otra parte, la felicidad, ese preciado tesoro, se ha asociado a esta peculiar versión de éxito. La frase “cuando tenga éxito seré feliz” parece resumir el juego en el que quedamos envueltos. Lo perseguimos en factores externos y, como no lo encontramos, entonces somos infelices. Aplazamos nuestra felicidad hasta el momento en que abracemos nuestra dosis de triunfo y cuando lo alcanzamos ya no nos interesa. Queremos más; no apreciamos lo logrado.
Por si fuera poco, los paradigmas sociales nos dictan conductas y logros que se deben seguir y obtener, respectivamente, en las diferentes etapas de la vida, para poder ser exitosos y cumplir con las expectativas, sociales y familiares. Y esto queda tan bien instalado, allá en nuestro inconsciente, que hay personas que sienten que viven una vida que no es la suya sino la de otros, y ven pasar sus etapas como si fueran espectadores, sin inspiración, sin satisfacción.
Con frecuencia, trabajo con ejecutivos, emprendedores y empresarios que sufren las consecuencias de seguir estas ideas: vacío, rutina, frustración y sin sabores. Los efectos de ello se extienden no solo al ámbito familiar de la persona sino también a la cultura de su empresa, en donde todo esto se convierte en una silenciosa escala de valores que gobierna el diario actuar de los colaboradores. Parte de la habilidad de dirigir una organización radica en la capacidad de definir la versión propia de éxito y de ayudar, a quienes allí trabajan, a encontrar su interpretación personal de una vida exitosa. Esto da sentido de propósito que es una de las mayores fuentes de motivación y realización para el ser humano. Definirlo con claridad, es una inyección diaria de energía y productividad.
El éxito es lo que cada quién quiera y decida para su vida. No hay reglas ni dogmas qué seguir.
Por eso, para cerrar afirmo: “¡Al diablo con el éxito! Aquel basado en espejismos como dinero, posesiones, fama, poder y vidas predefinidas. Me quedo con mi propia versión, la que parte de quién quiero ser, la que me hace único y valioso.” ¿Usted con cuál se queda?